domingo, 14 de julio de 2013

'Este ciego no mira para atrás.'

Se sentaba en la mesa de la izquierda, pegada a la ventana para perderse entre las carreras de gotas cuando llovía, y pedía su café...¿Cuál era? ¿Mocaccino, podía ser?
No lo sé, pero le echaba mucho azúcar.
Abría el libro, uno diferente cada semana, y a los cinco minutos se le sentaba alguien al lado. Algún idiota que no era yo. Intentaba hacerla reír para llevársela a la cama, y ella, se dejaba hacer.
Yo la miraba. Desde la mesa de al lado.
Siempre desde la mesa de al lado.
Veía a esos idiotas desfilar,
poner cara de 'la tengo en el bote',
cómo la miraban, como si hubieran podido siquiera llegar a conocerla,
la veía reír,
y sus sonrisas de "no tienes ni puta idea de cómo soy, ni la vas a tener"
Porque su corazón estaba cerrado por derribo. Porque vivía entre libros por no vivir entre falsas ilusiones. Más bien, vivía entre sábanas que nunca eran las suyas. Se acostumbró a no ser ella, aunque cambiaba según el idiota que se sentara en la silla de al lado. No daba explicaciones, y con sus explicaciones inexistentes, sus miradas vacías, sus sonrisas que fingían ingenuidad, enamoraba. Enamoraba y se piraba, prácticamente al mismo tiempo. 
Y llegué yo.
No me gusta decirlo así, como si fuera un superhéroe. Como si ella me necesitara. Ella no necesitaba a nadie. Fui un idiota más. Si, claro que lo fui. Pero conmigo nunca hubieron cigarritos de después, sino carcajadas. Carcajadas de después. Y de antes.
Y de siempre.
Se le escapaban muchas sonrisas. De verdad. Como si todas las sonrisas que había escondido salieran de nuevo a flote. Sonreía hasta dormida; y os aseguro que no hay mejor manera de dormir que arropado por ella. Y luego, se levantaba y me hacía el desayuno. Me daba el café y mil besos más, para luego quedarse mirando cómo le daba vueltas con la cuchara y...
¿Qué, no lo entendeis?
Más que verla desnuda, para mí lo que realmente merecía la pena, era verla reír.
Yo les pedía lo que ellos querían darme y un cigarrillo. Me vestía y me iba. Hasta que llegó ese idiota,
el más idiota de todos los idiotas.
El que me hizo reír a carcajadas, el que me hizo feliz de todas las maneras que sabía y aún así, se las arregló para inventar unas cuantas formas más. 
Yo era el maldito muro de Berlín antes de ser destruido y él la última piedra que cayó.
A mí nadie me miraba. No tenía que ser como yo era, nadie se detenía a conocerme, ¿para qué iba a molestarme? Y me alegro, joder, me alegro de que ese idiota creyera que me impresionaría leyendo los mismos libros que leía yo, sin quitarme ojo por encima de las páginas. Qué idiota era. 
Con ese idiota, fui más yo que nunca.
Y cuando le dije que le quería,
me di cuenta de que no se lo había dicho a nadie antes,
y él sonrió,
y estoy segura de que, aunque no se lo había dicho,
él lo sabía,
me conocía tan jodidamente bien...

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