Ni siquiera se filtraba un rayo de sol brillante,
a través de la persiana entreabierta,
de esos que dejan distinguir el contorno de tu mejilla,
o que se reflejan en tus hombros.
Pero sabía que estabas ahí. Sabía que te podría acariciar si extendiera el brazo, que afuera hacía demasiado frío y era tan temprano que aún no habían colocado las calles en sus sitios, la nieve en las hojas. Me concentré en tu respiración para poder volverme a dormir, y de pronto,
de pronto tuve frío,
se me metió entre las venas el miedo a perderte, el qué pasaría si.
Y me pregunté de quién sería la respiración pesada que sentía en mi cuello, si no era la tuya. Me pregunté quién aplaudiría mis canciones, quién dejaría flores en mi puerta y echaría canela en mis cafés. Quién borraría las luces de los semáforos. Quién me llevará a correr por las líneas de nuestras manos. Correr, recordando los atajos.
No habrá nadie
que sepa
dónde encontrarnos.
Quién me recordará que lo demás es siempre lo de menos. Tal vez no seamos gigantes pero lo parecemos.
Me cubrió el miedo y me estaba ahogando.
Y entonces,
en sueños dijiste:

«Me quedo.» 

Y pensé que no se puede decir más con tan poco. Que me tranquilizas sin querer y eso debe ser una especie de don. Me pediste que te enseñara a vivir y aquí estoy, encerrada en una especie de locura que no comprendo, y por eso me siento tranquila. Qué loca estaría si la entendiera.

Qué le vamos a hacer. Contamíname, dije. A mí no me eches la culpa. Fuiste tú el que transformó cada uno de mis trozos rotos en pedacitos hechos de ti.

Qué raro me siento el día en el que no te veo asomada entre la gente, de puntillas. Ajena a los empujones. 

Queriendo dejar de ser tan pequeña, o queriendo ser más grande de lo que eres. 

Como me gustaría que comprendieras que el mundo no está hecho para ti. 

Que está hecho para los dos.

Y cuando lo comprendas, por fin, podré enseñarte a vivir.