Caminito al hostal nos besamos en cada farola.

La encontré de la manera más idiota,
os lo aseguro.
Ella caminaba sola, y yo estaba deseando encontrar a alguien. Supongo que fue inevitable, pero... Lo cierto es que aun pudiendo evitarlo, no lo habría hecho. Nunca había besado unos labios como los suyos, y sinceramente, estoy seguro de que ya nunca podré hacerlo sin verla a ella, sin desear encontrármela al abrir los ojos.
Aquella noche, inventamos el mundo de mil maneras diferentes. Colocamos y volvimos a colocar las estrellas, e inventamos mareas, sobretodo las que pertenecían a tu mar de sábanas blancas; hasta que el mundo nos suplicó que paráramos, porque le estábamos volviendo loco. A esas alturas, nosotros ya no podíamos dejar de reírnos. Recuerdo que antes de perderme, tu dedo dibujó un corazón en mi espalda. Y lo recuerdo porque vosotros tampoco habríais podido olvidarlo.
Al final, acabamos sentados en frente de un piano, intentando como locos componer una canción. A los diecisiete besos, sus dedos comenzaron a deslizarse por las teclas, mientras yo escribía sin querer perderme un detalle de ella; el tiempo se puso insoportable, no quiso ayudarnos y el amanecer nos pilló cuando no habíamos acabado de componer, ni de aprendernos, ni de besarnos, ni de...
nada.
No he vuelto a verla.

Desde entonces, me he sentado al teclado ochocientas veces y sigo siendo incapaz de terminar la canción. Ya no llueve, ni nieva, ni graniza. O tal vez, yo no me he dado cuenta.
Pero sí que sé algo,
sé que cuando la vuelva a ver, la canción estará terminada. A medias o entera, da igual. Estará completa. Estoy seguro.