domingo, 24 de febrero de 2013

Apreto el detonador; volamos alto.

Yo estoy aquí y, por algún extraño milagro de esos que suceden cuando cierras los ojos y un escalofrío te recorre de pies a cabeza, tú también. Tal vez una simple tarde de enero, un señor de barba blanca y cara de loco quiso que nuestros nombres estuvieran en el banco de la esquina, o que compartieramos amaneceres en la habitación 117. Quizá, y solamente porque le dio la gana, dijo que tú tenías que ser el único y terrible responsable de mis suspiros a las doce de la mañana después de desayunar, de mis pasos hacia ninguna parte; que tendrías que hacerte cargo de mis 1105709 millones de cambios de humor, que no debías reírte de mis moños de estudio, de mi pijama de piolín, de las caras que pongo cuando me distraigo, de mis caídas y saltos repentinos, y al mismo tiempo, que serías tú el que entendería que si te digo que estoy bien cada vez que me preguntes, es porque quiero que me des un beso sea cual sea mi estado real, y que si te llamo "idiota" con una sonrisa de aquí a Cuenca es porque quiero que no te muevas del lado izquierdo del sofá, que por cierto, ya está a empezando a adoptar la forma de tu cuerpo. Que no apartes tu mano de ese punto en mi cuello en el que sientes que el ritmo de mis latidos hace pensar que me está dando algo, o que vuelo a la misma velocidad que mi corazón late porque estás sentado en el lado izquierdo de mi sofá roñoso. Que hay veces que quiero que la magia nos alcanze y hay veces que ella llega sola, cada vez que siento cómo tus dedos tamborilean en la palma de mi mano, cuando desafiamos a cupido caminando agarrados como si fuésemos uno.
Ya sé que soy rara, pero también sé que nadie mejor que tú está a nada de saberlo igual de bien, porque, bueno, porque un señor de barba blanca y cara de loco así lo dijo, y el destino nunca falla.

No hay comentarios:

Publicar un comentario