martes, 14 de octubre de 2014

Confieso que nunca he sabido diferenciar "reírse de alguien", de "reírse con alguien". Que no sé cuándo una sonrisa es bonita, cuándo es luminosa, cuándo merece la pena, por cuál perder la cabeza. Nunca me he asomado a una habitación llena de gente para oír tan solo el sonido que hacen al reír al mismo tiempo. O la armonía de dos carcajadas que estallan a la vez. Nunca he valorado la sonrisa que te regala un extraño, por la calle, de refilón. Tampoco me he parado a observar cómo una puede cambiar el rostro de alguien al que acabas de conocer, o lo bonito que es que la sonrisa vaya a juego con los ojos; ni la timidez unida al placer de aquella que surge a través de un velo de lágrimas. Nunca me he preguntado por qué nadie es capaz de hacerse sonreír a sí mismo, o reír frente a un espejo.
Admito que nunca me he parado a pensar que llorar de alegría y llorar de la risa no es lo mismo, pero sí igualmente hermoso.
Sin embargo, lo que sí que sé es que todo el mundo tendría que tener derecho a romper a reír,
hasta hacerse añicos,
tanto con la boca,
como con los ojos,
por lo menos una vez al día.

Cabe añadir,
que todo esto lo sé desde aquel día
en el que te habría besado
solo para pegar la sonrisa a tu boca
sin que de allí se escape.
Porque hasta el más idiota
sabe que es mejor dejar el pasado atrás, y mirar hacia adelante.
Sin embargo,
para mí la cosa cambia, si al girarme hacia atrás,
puedo mirarte cuando no paras de reír.




No hay comentarios:

Publicar un comentario